Texto del libro La cultura es una estafa
Los veinte años de la muerte de Jerzy Kosinski, ocurrida en 1991, no tuvieron mayor eco en la prensa. Ni siquiera hubo una reseña que puntualizara los datos de una biografía sucinta. Es como si su figura hubiera sido mejor guardarla en el olvido, el éxito que consiguió un error; al mundo de la cultura, aún el norteamericano, no le gusta que le refrieguen en la cara las equivocaciones.
Aunque tal vez su escándalo pese menos que la forma en que murió: acostado en la bañera y con una bolsa de nylon en la cabeza. Sobre la mesa del comedor, la nota suicida —escrita en inglés, el idioma que le trajo dinero y éxito y luego demasiados problemas, el maldito inglés que había elegido como su compatriota Joseph Conrad— decía: “I am going to put myself to sleep now for a bit longer than usual. Call it Eternity.”
Para la época del suicidio el escritor era una continuación del personaje de su última novela, The Hermit of 69th Street: vivía en un pequeño departamento en New Haven, entre la Yale Drama School y la Sterling Library. Se veía con algunos amigos —conservaba muy pocos—, aunque ya no frecuentaba los saunas de sadomasoquismo donde el intercambio de parejas y el sexo casual era algo corriente —ese otro lugar en el mundo donde no se sentía un extranjero— porque habían sido clausurados cuando el SIDA arruinó la fiesta en Manhattan.
El derrumbe del prestigio literario de Kosinski tiene fecha exacta: 22 de Junio de 1982. Dos jóvenes periodistas del Village Voice desafiaron la veracidad de muchos aspectos de la vida del escritor. Los más resonantes: contrataba editores privados para arreglar las novelas que eran escritas en un broken english contundente, y que dos de ellas, las más conocidas internacionalmente, The Painted Bird y Being There —la versión cinematográfica fue el canto (pop) del cisne para Peter Sellers— eran plagios de obras de autores de provincia polacos nunca traducidos.
Entre aquellos editores había uno en especial, un joven profesor de literatura del barrio de Brooklyn, que no le caía muy bien, pero tenía talento: Paul Auster. Años después, en un reportaje, el autor recordaría lo celoso que era Kosinski con sus manuscritos. Ningún papel se podía llevar, todo debía permanecer en su departamento.
Por el escándalo del Village Voice el apellido Kosinski se volvió una palabra que quemaba la boca de quien la pronunciara. Durante décadas había sido una celebridad en los cócteles del mundillo literario de New York, y había participado del juego: era el intelectual prófugo de un régimen comunista que detestaba —debía recordarlo en cada entrevista y discurso de las abultadas becas que ganaba— para refugiarse en el capitalismo donde había consiguió prestigio y dinero.
Toda traición se paga. Los libros de Kosinski, habituales en las listas de longsellers, como sus artículos en los medios de prensa más populares de Estados Unidos, como Life y Esquire, desaparecieron hasta quedar retazos. El autor dejó la isla de Manhattan —“alguna vez inspiradora; hoy se ha vuelto explotadora”.
Fue David Foster Wallace, escritor que también eligió el suicidio, que medianamente refrescó su nombre en el mundillo editorial por un ensayo sobre aquellos libros injustamente olvidados de los últimos 50 años. El estadounidense eligió Steps: “Una sucesión de cuadros alegóricos y macabros, realizada con una voz tersa y elegante que no se parece a nada conocido. Únicamente los fragmentos de Kafka se acercan adonde Kosinksi llega”.
La escritora argentina Vlady Kociancich conoció a Kosinski en un congreso realizado en Toronto. Le pareció un hombre agradable, inteligente, que tomaba muchas de las circunstancias de la existencia con humor… Los dos autores jugaron haciendo hipótesis con la inicial en común de sus apellidos. En ese congreso Kociancich notó que muchos autores norteamericanos esquivaban a Kosinski, ahora malogrado en prestigio, sin la posibilidad de darles algún favor para “mover” su carrerita en las letras.
Los escritores quedaron en verse en la ciudad de New York, algo que jamás sucedió.